05 diciembre 2013

La Demografía, la desconocida del crecimiento.

Guy Sorman considera que «es la facilidad o dificultad para acceder al Estado del Bienestar la que regula, de hecho, los flujos migratorios

Las estadísticas económicas, según se dice, son la forma suprema de la mentira. La observación, evidentemente excesiva, sirve en cualquier caso para las tasas de crecimiento o, más exactamente, para la manera en que las presentan los medios de comunicación no especializados y la clase política. Las tasas brutas anunciadas, al ser globales, no suelen tener en cuenta el aumento o no de la población. Así, en Europa Occidental, el crecimiento de la década de 1960, que a menudo se acercaba al 5%, se aplicaba a unos países cuya población aumentaba un 2%. Por tanto, el incremento de la renta por habitante solo era del 3%. Además, en esa época, el éxodo rural desplazaba a poblaciones enteras de actividades agrícolas de baja productividad hacia industrias de alta productividad. Esta emigración interior añadía un multiplicador demográfico oculto al aumento bruto de la población. Las emigraciones masivas del sur hacia el norte, en Italia y en España, del Magreb hacia Francia y de Turquía hacia Alemania contribuían también a inflar las tasas de crecimiento más allá de la cruda realidad.



Este factor demográfico aclara por tanto algunos pseudo-milagros contemporáneos. El crecimiento chino del orden del 10% habría resultado imposible sin la emigración masiva de los campesinos hacia las ciudades, es decir, un aumento cuantitativo de hecho de la población activa. El Gobierno chino acaba de tomar nota de ello porque, ante la ralentización económica, se plantea acelerar el éxodo rural y aumentar el tamaño autorizado de las familias. Por el contrario, el estancamiento japonés de estos últimos 20 años se ha visto acompañado de una prosperidad individual cada vez mayor simplemente porque la población disminuía. En Alemania, hoy día, el incremento del bienestar individual es más rápido de lo que da a entender la tasa de crecimiento del PIB porque la población disminuye. En EE UU, actualmente, la tasa de crecimiento por habitante es en realidad apenas superior a la de la eurozona debido a un dinamismo demográfico y a una inmigración más sostenidos que en Europa.

¿Qué lecciones podemos sacar de ello? ¿Es mejor ser luxemburgués o chino, rico en un país pequeño o pobre en una gran potencia? En Asia, parece que los japoneses optan por la prosperidad personal, y los chinos -más exactamente el Gobierno chino- primero por el poder. En Europa, a los ciudadanos les gustaría conseguir las dos cosas: la prosperidad personal, pero también el sentimiento de pertenecer a una comunidad influyente. Eso supone una demografía dinámica, pero no demasiado, y más cualitativa que cuantitativa. Pero la regulación demográfica -sin atentar, como en China, contra los derechos de los padres- es una ciencia incipiente. Es verdad que podemos animar a las mujeres a trabajar -caso escandinavo- mediante la construcción de guarderías, por ejemplo, pero ¿podemos intervenir en el número de hijos? Existen pocos ejemplos concluyentes, salvo los represivos. En realidad, en Europa, hoy día, la principal variable de ajuste rápido es la inmigración.

Teniendo en cuenta el envejecimiento global de la población europea, solo la inmigración permite equilibrar los sistemas de pensiones y de seguro de enfermedad, pero siempre que se trate de una inmigración de trabajadores. ¿Pueden los Gobiernos intervenir en los flujos? ¿Se puede favorecer una inmigración cuantitativa y cualitativa con más facilidad que la que se describe en los discursos encendidos de los políticos? Basta con partir de un hecho comprobado: los inmigrantes son racionales. Si un país ofrece gratuitamente a cualquier inmigrante, legal o no, educación, cuidados y prestaciones sociales, el inmigrante racional elegirá ese país. Por tanto, es la facilidad o la dificultad para acceder al Estado del Bienestar la que regula, de hecho, los flujos migratorios. Suiza, a este respecto, es el país más racional de Europa ya que cada año determina, tras consultar a los empresarios, sus necesidades de trabajadores legales, y aplica de forma eficaz -pero no perfecta, porque sería imposible- esta política. La Unión Europea, por el contrario, quizás porque alberga buenos sentimientos, no cuenta con ninguna política migratoria.

En toda lógica, esta política debería estar definida por el Parlamento Europeo, que debería establecer un cupo legal, porque una vez que entra en Europa, el inmigrante, en la zona llamada Schengen, es libre de ir adonde desee. Solo esta política colectiva y selectiva permitiría a toda Europa recuperar un cierto dinamismo económico y equilibrar sus cuentas sociales sin herir los sentimientos nacionales. Por experiencia, sabemos que en el país de acogida se percibe positivamente a un inmigrante que trabaja y negativamente si no trabaja.

Dicha política migratoria tendría que basarse en unos imperativos económicos y mantenerse ajena a las pasiones. Este paso a la racionalidad es, sin lugar a dudas, la etapa más ardua de este escenario.




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