18 septiembre 2013

El camino más largo hacia Estados Unidos, pero el menos peligroso


             Verónica  Calderón - El país            
Guadalajara, Jalisco, al oeste de México, es la cuna de los mariachis, los charros y el tequila. Es la sede de la feria del libro más grande en habla hispana. Pero no era una escala en el mapa de los 400.000 centroamericanos que cada año cruzan México para intentar llegar a EE UU. En los últimos cinco años el número de extranjeros que pasan por la segunda ciudad más grande del país se ha triplicado.
Desde la matanza de 72 personas en San Fernando (Tamaulipas) en 2010, cada vez son más los que eligen la ruta del Pacífico: el camino más largo, pero el menos peligroso. Y que atraviesa este sitio. Se les ve por los cruceros cercanos a la vía del tren, sentados en la calle, dormidos en la acera. Se han convertido en un quebradero de cabeza para las autoridades locales y han agitado prejuicios en una sociedad en la que los inmigrantes eran invisibles hasta antes de ayer.

El propio gobernador del Estado de Jalisco, Aristóteles Sandoval (del Partido Revolucionario Institucional, PRI), dijo hace dos semanas que la población de Guadalajara debía denunciar a “esa gente que está en las esquinas” para “regresarlos a su país”. Sin citar estadística alguna, el político afirmó que había detectado que “quienes asaltan a casas” eran “sobre todo centroamericanos o sudamericanos”. Sus declaraciones levantaron tal polémica que tuvo que disculparse poco después.

Ocurre que, hasta hace muy poco, los inmigrantes que pasaban por Guadalajara eran “invisibles”, según explica Santiago, de 25 años, un voluntario de la organización FM4 Paso Libre, que gestiona un comedor a unos pasos de las vías. El grupo tomó su nombre del permiso de residencia para extranjeros en México: el FM2 o FM3. El FM4 no existe, pero los voluntarios explican que se trata de un estatus utópico que garantiza “paso libre” a cualquier extranjero.

El comedor abre todos los días a las cuatro y cierra a las siete. Uno de los voluntarios –el más experimentado– entrevista a las personas que quieren entrar. Hoy le toca a Santiago. Les piden una identificación. En caso de no traerla, “hay maneras para darnos cuenta si son realmente de donde dicen que son”, comenta Diego Ramos, de 24 años. “Les preguntamos de qué departamento son. O, por ejemplo, cuál es el mejor equipo de fútbol de Honduras”. El Olimpia de Tegucigalpa, por cierto.

El gobernador de Jalisco dijo que la sociedad debía denunciar a “esa gente” para “regresarlos a su país”

Al cruzar la puerta hay cuatro banderas, todas azul y blanco. La guatemalteca, la hondureña, la salvadoreña y la nicaragüense. Diego explica que también sirven para reconocer a los inmigrantes. Muchos indigentes –una palabra que los voluntarios se niegan a utilizar por juzgarla “discriminatoria”– se hacen pasar por ellos. Y en la ciudad, FM4 es la única organización que se dedica exclusivamente a atender a los viajeros que están de paso.

En uno de los muros de la sala de espera hay un cartel donde un tío Sam con bigote mexicano recuerda que la ley estadounidense permite no responder a ninguna pregunta en caso de ser detenido. En otro hay un mapa de México que detalla las principales rutas que los inmigrantes siguen para llegar a Estados Unidos. Son cuatro. Los principales destinos son dos ciudades fronterizas al este –Reynosa y Nuevo Laredo–, la sempiterna Ciudad Juárez y Tijuana, al otro extremo del país. Hay advertencias. “En temporada de lluvias las vías se dañan”. “Hay personas que han cruzado México en 15 días, pero otras han tardado hasta tres o cuatro meses”. "Trata de agruparte con otros compañeros de viaje". “Cuando el tren va sin carga es más rápido pero menos estable, aumenta el riesgo de que te caigas”.

El tren es La Bestia, la temida máquina que miles de centroamericanos abordan para intentar cruzar México, también apodada la Devoramigrantes. Quizá uno de los viajes más caros (puede llegar a costar hasta 1.100 dólares entre robos y sobornos) y más riesgosos del mundo. Hace dos semanas descarriló. Hubo 12 muertos.

En la sala de espera del comedor hay unos seis hombres que esperan su turno en silencio. Las entrevistas –que suelen ser breves– son en una pequeña oficina. Diego explica que todos los días atienden a unas 30 personas. Después pasan a un cuarto contiguo, donde hay una cabina telefónica. Los voluntarios les permiten hacer una llamada internacional de unos minutos a su casa, que paga una fundación francesa. “Esas llamadas son fundamentales. Muchos de los familiares pasan semanas o meses sin saber de ellos. Es la manera que tienen de decirles que están vivos”, comenta Diego.

La mayoría de las personas que pasan por el comedor son hondureños: un 45%.

La travesía por México inicia generalmente en Tapachula, en Chiapas, a menos de 10 kilómetros de Guatemala. De ahí es Diego. Cuenta que por eso se ha involucrado en la ayuda a los inmigrantes. “Yo soy de la frontera. Siempre viví en ese contexto”, explica. Muchos creen que La Bestia todavía parte de ahí, pero el paso del huracán Stan en 2005 dañó la estación y cambió el inicio del trayecto. Ahora sale de Arriaga, a 200 kilómetros. Un viaje de casi tres horas en coche. "Calcula cuánto es caminando”, comenta.

Cada uno de los hombres que esperan en la sala entra y deja sus cosas en “el ropero”. No les dejan entrar al comedor con ellas para evitar robos y malentendidos, explican los voluntarios. En la segunda planta de la pequeña casa hay baños, una ducha, un sitio para lavar ropa y una mesa. Dos voluntarios más sirven comida. Hoy hay espagueti y calabacines hervidos. Un fotógrafo les pide permiso para hacerles una foto. Se llama Óscar Fernández y hace unas semanas que trabaja en un proyecto para retratarlos y “dejar fe de que son personas”. Entra Jason Ernesto Boquín, un nicaragüense que sonríe cuando le recuerdan la música de su tierra. Posa contento para la cámara. No es el caso de todos. “Hay quienes salen muy serios o quienes incluso prefieren no hacerlo. Una mujer me pidió que no le hiciera fotos porque su exmarido, policía, podría reconocerla y enterarse de que estaba intentando llegar a Estados Unidos con su nueva pareja”.

Un estudio del Programa Institucional de Derechos Humanos y la Paz del Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente (ITESO) señala que, todos los días, un promedio de 20 inmigrantes pasa por Guadalajara. El Gobierno local calcula que es cerca del triple que hace unos cinco años. “Hay mucha discriminación”, explica Santiago. “Nos quejamos de cómo tratan a nuestros compatriotas en Estados Unidos y aquí somos peores en el trato con los extranjeros”.

La mayoría de las personas que pasan por el comedor son hondureños: un 45%. Después siguen los mexicanos provenientes de los Estados del sureste del país, como Chiapas, Oaxaca o Guerrero. Les siguen los nicaragüenses, los salvadoreños y los guatemaltecos. Casi todos son hombres (el 90%, según cifras oficiales), pero también han pasado mujeres e incluso niños que intentan cruzar solos. Diego cuenta que “les gusta Guadalajara porque piensan que es una ciudad amable y muchas en el camino no lo son. Aunque yo creo que no es amabilidad, es indiferencia. Y eso que Jalisco es uno de los Estados de donde provienen muchísimos mexicanos que van hacia Estados Unidos”.

“Hoy los ves y mañana ya no”, relata un voluntario

Pero que la ruta del Pacífico sea menos peligrosa que la del Golfo no significa que sea un camino de rosas. El 70% de los inmigrantes que la cruzan sufren algún tipo de abuso, según el estudio del ITESO. En Guadalajara se quedan muy pocos, relata Santiago. Son más los mexicanos sin techo que se intentan hacer pasar por inmigrantes, explica. Y eso ha generado tensiones entre extranjeros y locales. Justo hace unos días que un cuerpo mutilado fue hallado junto a las vías del tren. Iba sin identificación, pero las autoridades creen que se trataba de un centroamericano.

Minutos antes de las siete de la noche, los voluntarios dejan de recibir personas. En la ventanilla hay indicaciones para llegar al albergue para personas sin techo de la ciudad. “Hoy los ves y mañana ya no”, comenta Diego. Cuenta que un día atendió a un niño de menos de 10 años pero que se comportaba ya como un adulto. El chico escondía una navaja y se enfrascó en una pelea con otro de los inmigrantes. Las reglas del comedor obligan a expulsar a cualquier persona armada, más aún si se involucra en un pleito. El niño había quedado herido de una pierna y cojeaba. Diego afirma que es lo más duro que ha tenido que ver mientras ha trabajado ahí. “Si subirse a un tren que pasa a 20 kilómetros por hora es difícil para un adulto, imagínate para un niño lastimado”.


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